Finalmente entendí lo que Dios estaba diciendo: «Eres bueno, gay y todo».
La paradoja y la parábola – Al cuidado de Dios
Por Michael Haehnel
La paradoja
En mi adolescencia, encontré dos puntos de inflexión monumentales: 1) Me di cuenta de que me atraían los hombres, y 2) Aprendí por mí mismo que Dios vive y que Él me ama. La única forma en que estos dos hechos podían coexistir en mi corazón se debía a una curiosa paradoja en la experiencia de mi iglesia.
Mi educación en la Iglesia estaba, en la mayoría de las medidas, condenada al fracaso. Primero que nada, no toda mi familia era miembro. Mi madre se unió a la Iglesia cuando yo tenía cinco años. Mi padre expresó interés en la Iglesia al principio, pero cuanto más se daba cuenta de lo complicado que era ser un mormón, más se alejaba. Con el paso de los años, su actitud hacia la Iglesia pasó de la evitación al antagonismo. Cuando se trataba de criar a mis cuatro hermanos menores y a mí en un hogar centrado en el Evangelio, mamá estaba completamente sola.
Estadísticamente, las probabilidades de que las familias incompletas permanezcan en la Iglesia son muy bajas. Lo que empeoró las cosas fue que varios adultos prominentes en la pequeña rama de Nueva Inglaterra a la que asistimos parecían estar más interesados en fomentar la división que en fomentar la fe. Algunos miembros levantaban sus manos regularmente para objetar los llamamientos de los demás. El buscar fallas en los demás era desenfrenado. Durante una de mis entrevistas de Boy Scouts con el comité de la tropa, el presidente del comité trató de convencerme de que mi jefe de tropa era incompetente. Las discusiones entre los hermanos adultos en la reunión del sacerdocio a veces se calentaron e incluso se insultaban. El presidente de mi rama y algunos de los líderes del distrito estaban desesperados por la división en nuestra capilla.
La crítica desbordada afectó a la juventud. Era la década de 1970 y yo no era el único joven con el cabello que me cubría las orejas. Un adulto me dijo una vez: «Si tu buen carácter no me hubiera cegado momentáneamente, no habría sostenido tu ordenación como sacerdote, a causa de tu cabello». No es sorprendente que la mayoría de los varones jóvenes de nuestra rama quedó inactiva.
Así que aquí está la paradoja: crecer en una familia que no son todos miembros, donde la mayor preocupación era llegar a la Iglesia, y asistir en una rama polémica donde los adultos estaban preocupados por las deficiencias de los demás; esas condiciones adversas en realidad me protegieron. ¿Por qué fue así? Porque nunca escuché a nadie enseñar algo sobre los males de la homosexualidad. Cualquiera haya sido la actitud que mis padres o los adultos en la rama puedieran haber tenido sobre la homosexualidad, estaban demasiado ocupados con otras cosas para expresarlas. Sabía por mí mismo que era homosexual —o al menos que tenía fuertes inclinaciones en esa dirección—, pero nunca experimenté ese hecho como un obtáculo. Nunca, ni una vez pensé que estaba enfermo o era un pervertido. Mientras tanto, mi testimonio del amor y la bondad de Dios se hizo más fuerte.
Sin embargo, esa paradoja por sí sola no fue suficiente para mantenerme mental y emocionalmente saludable. A medida que me acercaba a la edad de la misión, me las arreglé yo solo para desarrollar sentimientos negativos hacia mi sexualidad. Mi homosexualidad era, pensé, una discapacidad que iba a tener que compensar. Planeé mantenerlo en secreto durante toda mi vida.
Sin embargo, siguiendo una sugerencia del Espíritu, llegué a mi obispo un mes antes de mi partida. Mi obispo casi nunca quedó callado, pero esto lo tomó por sorpresa. Él consultó con mi presidente de estaca, quien decidió que estaba bien para mí seguir adelante y servir en una misión. Mientras tanto, mi obispo recuperó la compostura, y justo antes de irme a mi misión, trató de transmitirme, en términos inequívocos, que yo estaba completo, entero y era bueno a los ojos de Dios.
Me negué a creer eso. Sabía que Dios me amaba, no tenía dudas al respecto. Pero no podía aceptar que Él amaba todo de mí.
Estoy convencido de que mi obispo estaba actuando como portavoz de Dios y que Dios mismo estaba tratando de decirme: «Michael, eres bueno, con tu parte gay y todo». Pero por mi cuenta, sin la ayuda de mis padres, los miembros de la Iglesia o el Milagro de Perdón (lo cual, por extraño que parezca, nadie sugirió que lo leyera), desarrollé una gruesa piel contra creer que la homosexualidad podría alguna vez tener un lugar en el plan de Dios.
Serví en una maravillosa misión en Japón. No quería volver a casa. Sin embargo, los dos años llegaron y se fueron, y volví a la universidad en BYU Provo. Puse mi mirada en el matrimonio y la familia. Supongo que Dios estaba mirando y negando con la cabeza, sabiendo que estaba en curso de colisión. Dios sabía que en ese momento de mi vida, no estaba dispuesto a escuchar sus opiniones sobre mi homosexualidad. Yo era como los israelitas que solo tenían que mirar a la serpiente de bronce para ser sanados, pero no lo harían. Sin embargo, Dios no se dio por vencido conmigo. Recurrió al Plan B: una parábola.
La Parábola
Menos de un año después de que regresé a casa de mi misión, alcancé un nivel espiritual bajo. Decidí ir a las montañas para un retiro personal. El Libro de Mormón a mi lado, conduje tan lejos hacia lo alto del Monte Timpanogos como un coche podría ir, y luego recorrí unos pocos kilómetros más arriba de la montaña. Pensé que iba a participar en una maratón personal del Libro de Mormón. Dios, sin embargo, tenía un plan diferente. Él envió una tormenta eléctrica.
Mientras corría para volver a mi coche, tomé dos o tres giros equivocados y me perdí. En lugar de terminar en el pequeño estacionamiento al borde de una arboleda de álamos donde estaba mi coche, aterricé en medio de un bosque oscuro con imponentes pinos que bloqueaban casi toda la luz, pero no la lluvia. No había nada más que la muerte y la descomposición en el suelo del bosque. Completamente empapado, frío y asustado, me arrodillé. No importaba que la estera espesa y húmeda de las agujas de pino mojara mi pantalón y probablemente dejara manchas: estaba desesperado. Me arrodillé frente a un árbol caído y dije: «Padre Celestial, estoy perdido».
Dios inmediatamente me rodeó en un manto de paz y me aseguró que todo estaría bien si confiaba en Su guía inspirada. «Camina en la dirección que te hace sentir en paz»: esas fueron mis instrucciones.
El proceso requería fe porque la dirección que se sentía pacífica por dentro no siempre tenía sentido en el exterior. En un punto encontré un sendero desgastado, pero la dirección de la paz me llevó a cruzar ese camino, no a seguirlo. En otro lugar, la dirección de la paz me llevó a una espesura de árboles. Sin embargo, confié en la sensación de paz, y pronto volví a mi coche.
Fue un incidente curioso. Acababa de experimentar un milagro, pero era más que un milagro. Mientras estaba sentado en mi coche, le pregunté a Dios: «¿Qué acaba de pasar?»
Él respondió que era una parábola. Me dijo que no revelaría el significado de la parábola en ese momento, sino que lo haría en algún momento posterior en mi vida. Por el momento, me dediqué a estudiar las Escrituras y obtuve abundantes recompensas por hacer eso. Nunca olvidé el incidente, pero finalmente, se desvaneció en el fondo de mi mente.
Un par de años más tarde, conocí a mi esposa, Maureen, me enamoré tanto de ella como sabía amar, y nos casamos. Estaba un poco confundido en ese momento: pensé que algún removedor de manchas del Espíritu vendría y enjuagaría mi homosexualidad. Eso no sucedió. Pero continué, seguro de que mi camino estrecho y personal era pensar, hablar y actuar heterosexual en todas las maneras posibles.
Avance rápido de treinta años. Para cualquiera que me mire desde afuera, yo era un esposo y padre responsable, un enérgico líder de la Iglesia y un sostén económico exitoso. Pero por dentro, me estaba poniendo gris emocionalmente y cayéndome en pedazos. En la batalla contra la embestida creciente de mis sentimientos y deseos homosexuales, estaba perdiendo. Llegué a la conclusión de que no era material Celestial. Nunca dudé de que Dios me amaba. Yo quería amar a Dios a cambio. Sin embargo, una y otra vez escuché el estribillo: «Si me amáis, guardad mis mandamientos». Si el amor a Dios era medido con la voluntad del corazón y la obediencia de la mente, yo no cumplí con esos requisitos. Lo mejor que pude hacer, decidí, fue mantener las apariencias, con la esperanza de que mi familia pudiera ser salva sin mí. Me visualicé a mí mismo de pie ante las puertas del Reino Celestial, mirando y felicitando a cada uno de mis seres queridos cuando pasaban, dando un paso atrás mientras veía la puerta cerrarse, y luego darme la vuelta y dirigirme a un reino menor y solitario.
En una mañana de domingo en particular, me desperté con esa sensación de fracaso más aguda y opresiva que nunca. Me vi completamente derrotado. No tenía esperanzas de obtener ayuda de Dios. Estaba más allá del arrepentimiento: no tenía sentido hacer promesas que sabía que rompería. Sin embargo, me arrodillé para orar. No estaba pidiendo nada. Mi único propósito era decirle a Dios que sabía dónde estaba, y me merecía cualesquiera que fueran Sus juicios. Pronuncié tres palabras: «Yo estoy perdido». Si no podía hacer nada más, podría ser honesto al menos. Eso era todo lo que me quedaba.
Instantáneamente una visión apareció en mi mente. Habían pasado más de treinta años, pero conocía el lugar: un bosque de pinos oscuro y profundo con una lluvia fría cayendo. El sentimiento que acompañó esa visión fue el mismo que Dios me había dado treinta años atrás: Paz y seguridad. «Confía en mí ahora como confiaste en mí entonces, y te sacaré de este lío».
Y la parábola se repitió a sí misma, esta vez en cámara muy lenta. Comencé a caminar, actuar y señalar mis pensamientos en la dirección que se sentía más pacífica. En unas pocas semanas, me encontré en la oficina de mi obispo. Pensé que estaba recibiendo una recomendación para el templo, pero terminé diciéndole que era gay. Él me conectó con el sitio web original de mormonsandgays.org. Tan inadecuado como primitivo era ese sitio web, fue para mí como una vela en la negra oscuridad. Aproximadamente un mes después, conocí a un miembro del sumo consejo en el que inmediatamente sentí que podía confiar. Le dije que era homosexual y me contactó con el sitio de Voces de la Esperanza de NorthStar. Vi algunos videos, y mientras lo hacía, tuve la impresión de que tenía que salir del armario. Uno por uno, seleccioné amigos para confiar, y cada uno de estos amigos me ayudó a ganar confianza.
Llegó el momento en que recibí indicaciones específicas y potentes. Vi una publicación en Facebook de alguien que había conocido años antes, un miembro de la Iglesia que había salido como gay. «Acércate a él», sentí que decía el Espíritu, «él te ayudará». Esto iba en contra de todo lo que había creído sobre controlar mis deseos homosexuales. Que un hombre gay buscara compañía con otro hombre gay parecía tan sin sentido como encender fósforos cuando hueles una fuga de gas. Sin embargo, sabía que la paz de Dios no me extraviaría. Envié un mensaje privado a este viejo conocido, y poco después comenzamos a hablar regularmente por teléfono. Finalmente, él me ayudó a conectarme con Afirmación.
Al cuidado de Dios
El proceso de salir del armario tuvo sus giros, sus altos y bajos. No todos lo tomaron bien cuando supieron que era gay. Además, cuando salí, sufrí cambios mentales y emocionales inesperados. Estaba pasando por una época de adolescencia, esta vez acomodando mi sexualidad, en lugar de reprimirla. Como cualquier adolescente, era torpe, temperamental e impredecible. Así que, naturalmente, fue un momento incómodo para mí y para los que me rodeaban. Sin embargo, el Señor me ayudó a aferrarme a esta verdad: que llegar a ser plenamente yo mismo era lo mejor que podía hacer por aquellos a quienes amaba, solo entonces podía darles a otros la abundancia de los dones de Dios para mí.
Aunque continué enfrentando desafíos, mi alma se volvió más y más calmada con la seguridad del amor y la guía de Dios. Ya no dudaba de mi potencial para la vida eterna. Cada día que pasaba todo parecía más claro y brillante.
Un día de invierno vi el viento soplar un montón de nieve de las ramas altas de un árbol. La nieve ondeaba en el aire y la nube de copos de nieve brillaba a la luz del sol. Era como si la tela de la túnica de un ángel flotara en el viento.
«¡Oh, padre!», le dije, «¡Qué hermoso! ¡Gracias!». Derramé mi corazón y elogié toda la belleza que Dios había traído a mi vida. Entonces me di cuenta de mis reacciones. «Hum», pensé, «parezco bastante gay; me pregunto qué piensa Dios de eso».
Era como si la túnica reluciente bajara para envolverme, no con cristales fríos de nieve, sino con el calor del Cielo. «¡Por fin!», escuché a Dios decir, «Has venido a mí como siempre te he conocido. Es bueno tenerte de vuelta».
Después de todos estos años finalmente entendí lo que Dios había intentado decirme: «Michael, eres bueno, con tu parte gay y todo».
Mi escritura favorita en estos días es Malaquías 3:17. «Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo integre mis joyas». El cofre del tesoro de Dios no tiene solo diamantes, sino que también contiene esmeraldas, rubíes, zafiros, amatistas, granates, topacios. Nosotros LGBTQIAP+ enriquecemos la belleza de la gran familia de Dios de una manera que solo nosotros podemos. Nosotros pertenecemos. Estoy tan seguro de eso como la seguridad que tengo de saber cualquier cosa.
Estoy inmensamente agradecido de que Dios me haya protegido y me haya recuperado de mi propia homofobia. Estoy inmensamente agradecido por su paz, que me ha guiado y llenado. Tengo casi sesenta años, pero me siento tan pequeño como un niño, y todos los días están llenos de asombro.