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Hitos de mi historia

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por J. Fernando González Díaz

6 de diciembre de 2021

por J. Fernando González Díaz

En diciembre de 2016, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días celebró sus 50 años en Colombia, de ese hito ya han transcurrido casi 4 años; algunos relatos de esa época aparecen de forma peregrina en la internet; en mi posición y en mi memoria se entrelazan en recuerdos de una vida más frugal y provinciana.

Mis hermanas se unieron a la Iglesia en algún momento de 1967, fueron las primeras, inclusive antes de mis Padres, que lo hicieron un año más tarde.

Todos nosotros veníamos de una familia católica, donde se veneraba tener lazos familiares con un sacerdote en funciones, lo cual se cumplía a cabalidad con mi Tío Abuelo; por lo tanto, la llegada de los misioneros a mi familia tenía aires de división y un sabor agridulce. Ese era el ambiente que se respiraba cuando yo llegué al mundo. Obviamente mis Padres me enseñaron en los caminos del mormonismo desde entonces y para siempre, mientras mi Tía Margoth, con su sonrisa tierna y su olor a lavanda se debatía en la contradicción de no poder perpetuar conmigo sus raíces, aun la recuerdo mirando con pesar como se destruía su tradición de rezar su rosario mientras se cubría con un manto para ir a su misa dominical en compañía de su amor otoñal.

Lejos del carácter divisivo de la religión mi abuela me acompañaba en la lectura de mis primeros textos, los libros de Dickens y Mark Twain, este último un crítico ácido de la Iglesia, para quien el Libro de Mormón era cloroformo escrito.

Fui bendecido sin conciencia dentro del mormonismo y siendo casi un niño de brazos por un misionero en los días del Profeta David O. McKay, aquel que predicaba en sus sentencias que ningún éxito en la vida puede compensar el fracaso en el hogar; la familia se entendía entonces como un conjunto sonriente de mirada optimista, compuesto por un hombre, una mujer y unos niños sonrientes, como salidos de una película de Hollywood, un cuento de hadas que emergía de los lejanos años 50, donde el éxito estaba en una mujer hogareña que hacía tortas y pan y un Padre trabajador, proveedor de bienes y servicios.

Había mucho por aprender, pero a pesar de las prédicas, el evangelio no siempre tuvo las respuestas precisas, aunque yo creía que sí; para todo y de algún modo, había una respuesta, así fuera inspirada en el absurdo.

Del lado oscuro de la familia (no mormones), estaban mis hermanos que no tenían reparo en llevar un estilo de vida diferente, en contraposición a las normas de la iglesia, más puritanas y gentiles; de soslayo, aprendí que más allá de los muros de la casona que servía de capilla y los balcones de mi casa, existía un mundo bizarro, donde se vivía de un modo diferente. Sólo había que caminar dos calles desde la capilla para encontrarte con la entrada del viejo cementerio y un poco más allá una calle empinada que en los fines de semana se volvía fiesta, con sus luces rojas y azules; aprendería igualmente que las ciudades suelen tener extramuros para ocultar sus vergüenzas, y en esos extramuros se protegían personajes excluidos de la sociedad, olvidados por el cielo, o sepultados en el tiempo, trans, gay , lesbianas, bisexuales, queer, etc, etc.

Para la Iglesia, ser diferente era ya una marca y en muchos casos no hubo lugar al perdón.

Aunque suene cruel, los pasos para asumir los derechos civiles apenas se estaban dando. En países como el nuestro, la diferencia se codeaba y se toleraba en cierto momento con las elites económicas o intelectuales, al fin y al cabo, el dinero y el poder suelen ser un maravilloso camuflaje, en esa época y ahora.

Crecer dentro de la burbuja sagrada de la Iglesia puede hacerte frágil. En mi universidad, mientras estudiaba religión, me vi obligado a enfrentar la extraña contradicción de ser mormón y al mismo tiempo estar a la sombra de San Francisco de Asís. Como estudiante universitario, me vi obligado a velar por el machismo que imponía la cultura estudiantil y social de la época. No había otra opción que ser superior a todos y superarlos intelectualmente para no dejarse abrumar por la intimidación y el miedo. Pudo haber sido esta presión la que me llevó a la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino y La Capital de Marx. Este fue un momento en el que la gente todavía cree en el socialismo como una forma de gobierno superior a nuestra forma actual. En ese momento, mostré rasgos de liderazgo y gané un cierto nivel de respeto entre los estudiantes.

A la sombra de tanta exuberancia apreciaba la doctrina y aprendí a amar a la Iglesia, aún recuerdo con cariño el rasgo que más me impresionó de José Smith mi Profeta, más allá de las críticas y sus detractores, sólo acierto a pensar en ese viejo himno que identificaba en su compasión:

Un pobre forastero vi, por mi camino al pasar, su origen, su destinación, su nombre no le pregunté, mas cuando yo sus ojos ví, le di mi amor no sé por qué.

Tantas ideas… todo junto en una mente infantil.

Con Afirmación llegó el puente que necesitaba para conciliar mi fe; ese puente existe y es real, y hoy quiero seguir en este proceso de construir nuevas relaciones que apacigüen el dolor.

A la sombra de Afirmación, con el paso del tiempo, fue justamente ese rasgo de misericordia y las enseñanzas aprendidas las que me dieron el valor para enfrentar mi condición de ser gay y mormón, sin encontrar contradicción en lo fundamental, y no podría ser diferente; al cabo de los años y cuando ya todos aquellos que fueron mis maestros rompieron el cordón de plata para emigrar a un mundo invisible., queo yo para perpetuar una herencia de conciliación entre mundos opuestos.

 

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