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Secretos y lo sagrado de quiénes somos

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October 2, 2017

Amanda Farr dio la siguiente charla en “Tardes de Afirmación” en la Conferencia Anual Internacional de Afirmación 2017, sábado 23 de setiembre 2017, en el Centro de Convenciones de Utah Valley

Soy relativamente una recién llegada a la comunidad de Afirmación. En el interés de llegar a conocernos mejor, déjenme contarles una pequeña historia. Recuerdo que me escondía en la esquina de la biblioteca de la universidad de Brigham Young, en el invierno de 2004 leyendo algunos de los primeros posts sobre las amas de casa mormonas feministas. Esos posts me lanzaron a un nuevo mundo y modo de pensar, y como resultado, tengo en un diario estas anotaciones angustiadas, profundamente emotivas, ridículamente sinceras de ese tiempo. Hay una en particular… es extraordinaria. Tal como todos ustedes. No puedo creer que esté diciendo esto, pero, aunque no puedo recordar todo lo que escribí, recuerdo que terminé diciendo: «¿Quizá Dios contesta las oraciones con feministas?»

Seh. Esa era yo. Pequeña cosita linda.

Soy tan mormona que mi apodo en la escuela era… Mormona. Soy tan mormona, que me quedo en casa los viernes a la noche para hacer tarjetas mnemotéctinas para el desafío de los dominios de las escrituras de los super sábados de seminario. Tarjetas mnemotéctinas, amigos. Tarjetas. Mnemotéctinas.

Como dato, la rompí (I kicked trash) en esos desafíos.

Otro dato: he sido informada por mi compañera Jen – esa parte fue editada pero me gusta, así que la mantengo – que «kicked trash» de alguien es una frase única mormona. No tenía ni idea, así que estoy compartiendo libremente esta información con ustedes. De. Nada.

Soy tan mormona que planeaba qué vestiría en el próximo baile de estaca… en el viaje de vuelta del baile de estaca. ¿Me están siguiendo? No se preocupen, todavía puedo dar más ejemplos.

Soy tan mormona que iba al Campamento de chicas con dos estacas diferentes en más de una ocasión. Y no eran campamentos de chicas de dos estacas. No. Una semana iba al campamento con una estaca y la siguiente semana con otra estaca. Cada verano. Aunque, ahora que lo pienso, eso podría haber tenido más que ver con todo la cosa de ser gay… Bueno, no importa.

Soy tan mormona que fui al monte Cumorah para mi viaje de una semana en mi último año de secundaria. Voluntariamente. Y estaba emocionada por ello.

Soy tan mormona que no necesité buscar en Google para saber cómo se escribe Cumorah mientras estaba escribiendo esto.

El punto es, para una niña que crece en el oeste de Pennsylvania, donde mi estaca era fácilmente recorrida de un límite al otro en tres horas en coche, ser mormona era la mayor parte de mi identidad. Yo no era sólo una mormona más. Yo era mormona.

Así que no será una sorpresa que hice lo que muchas jóvenes mormonas hacen: poner mis ojos en el templo. Ese lugar, no secreto, pero sagrado, que todos nos esforzamos por llegar algún día. En el templo, me dijeron, podía «arreglar» las cosas que estaban «probando mi fe». Tal vez, tal vez, arreglaría mi siempre presente atracción hacia las mujeres. Ni siquiera creo que podría nombrarlo como una atracción, como podría nombrar los artículos de fe, o enumerar a los profetas, o cantar «¡Oh, está todo bien!», pero sabía que estaba allí, sabía que estaba probándome. Sabía que no podía decirlo en voz alta.

Era mi secreto.

No era sagrado. Sagrado era el templo y el templo es santo. El templo no es un secreto siniestro. La razón por la que no hablamos del templo es porque es santificado, divino, la Casa del Señor.

¿Pero mi secreto? Había otras razones mucho más perniciosas para no hablar de eso.

Y así lo enterré profundamente dentro de mí. Lo llevé conmigo por todas partes, porque esa es la cosa con los secretos. Tenemos que mantenerlos. La gente no pone secretos en una estantería, la gente guarda secretos. Ellos no son regalados. Los secretos deben ser mantenidos en secreto. El templo, lo sagrado, eso es lo que debemos buscar.

En mi cerebro absolutamente mormón, era muy simple, si lo sagrado era bueno, entonces lo secreto debía ser malo. Era blanco y negro. Verdad con mayúsculas. La plenitud del evangelio. Eso era lo que la Iglesia enseñaba.

Y el evangelio, el evangelio que tanto amaba, era la buena palabra. La palabra que nos enseñó a llorar con los que lloran y consolar a los que están en necesidad de consuelo. Una enseñanza tan santa. La palabra que nos enseñó la mejor manera de llegar a ser como Él, ese maestro judío radical que se convirtió en Salvador, fue consagrarnos, dedicarnos a los que nos rodean. La palabra era buena. Y la palabra era quién era yo.

Pero ese secreto. Ese secreto también era yo. Y sabía que era malo, definitivamente no era sagrado. No había nada sagrado en mi secreto. Quien era yo, a quien amaba; no pude evitar procesar todo eso como malo. Como impuro. No deseado. Indigno.

Todas estas partes de mí, la parte mormona y la parte secreta, todas buscaban la paz dentro de un lugar tumultuoso, y no había ninguno.

Durante mucho tiempo, pensé que cuanto más fuerte aferraba a mi secreto, más pequeño se convertiría. Era una bola de papel que me arrugaba en el puño, apretarla cada vez más fuerte. Estaba sucio por las palmas de las manos y estaba cubierto de sudor. Pero lo intentaba tanto como podía: el matrimonio en el templo, la presidencia de la Sociedad de Socorro, los bebés y la adopción y llenando los pedidos de comida y los proyectos de servicio y todas las cosas sagradas… No pude aplastar ese secreto en una bola lo suficientemente pequeña como para desapareciera.

Es gracioso, lo que pasa, cuando llevas algo encima por tanto tiempo. Al principio, crees que puedes hacerlo para siempre. «Es sólo una bola de papel», me susurraba a mí misma. Pequeña, apenas perceptible. Pero año tras año, parecía crecer en lugar de encogerse. Y mis brazos comenzaron a doler, y mi corazón luchó para funcionar bajo la carga creciente. Y un día, mi cuerpo se rompió, y mi secreto se desveló.

Yo era… gay.

Allí estaba. Este secreto que me negué a nombrar, esta carga que traté tan duro de llevar. De repente estaba allí, ya no escondido en mi puño cerrado, justo allí. Fuera en el mundo: sucio y cubierto de sudor. Abierto para que todos vean y juzguen.

Destrozada, me miré en el espejo y… vi a alguien bueno. Alguien que amaba a la gente que la rodeaba. Alguien que sirvió a su comunidad. Alguien que luchó por un mundo más seguro para los niños en su hogar. Y no tenía sentido… porque esta parte de mí debía ser mala, pero… no lo era.

Por primera vez, me di cuenta de que lo único malo de mi secreto era que lo estaba callando.

Tomó tanta práctica dejar de mantener ese secreto. En primer lugar, lo dije sólo para mí mirándome en el espejo, y luego compartí pequeñas partes a personas de confianza, amigos amados, y muchas, muchas conversaciones llenas de lágrimas con mi exmarido. Hubo algunas conversaciones terribles con la familia y conversaciones abrumadoramente amorosas con amigos. Y finalmente toda la verdad al mundo entero. Soy una mujer mormona gay. Yo soy mormona. Y yo soy gay.

Y todas esas identidades son sagradas. Todas son santas. Todas son verdades ungidas que me hacen ser quien soy.

Como madre, miro a mis hijos, y veo la libertad con que viven. De alguna manera han escapado de estos secretos aterradores sobre sus identidades. Mi hija, Charlotte que tiene ahora siete años, no tenía miedo cuando le conté que era gay. Rápidamente y descaradamente me preguntó: «Uhhh, ¿tengo que ser gay? No quiero ser gay». Cuando le aseguré que podía ser absolutamente heterosexual, ella se encogió de hombros y dijo: «Bueno, está bien entonces» y rápidamente se fue para ir a jugar con sus muñecas. Ella sabe quién es. Todos lo hacemos. Nada en Charlotte es un secreto.

Mi hijo de nueve años vive en un mundo donde se acepta y, francamente, se espera la diversidad de género. Un mundo donde cuando la consola de juegos pide a un grupo de niños de cuarto grado que «seleccionen un género» y solo ofrezca a hombre/mujere independientemente, y más que discutir académicamente el disparate de presentar el género como binario y la ridiculez de necesitar declarar su género para un perfil de la Xbox. «Como si incluso importara», todos se burlan.

Yo sé que mis bebés son jóvenes, y vendrán con una nueva generación de secretos. Pero yo rezo para que la lección que aprendieron de mí es que la energía que usamos para mantener esos secretos tan apretados, en última instancia se convierte en el poder que esos secretos tienen sobre nuestras vidas.

Quiénes somos y quiénes amamos: esas verdades son sagradas.

Puedo estar de pie aquí, y hablar un montón sobre secretos. Pero la verdad es que todavía los conservo. Los guardo para mí, los pequeños, como donde escondo los oreos. Pero también mantengo las verdades secretas en un esfuerzo para proteger esa otra identidad sagrada, la identidad mormona que tengo.

Yo conduzo por el antiguo edificio de mi barrio, y desde el asiento de atrás, mi niño de cuatro años de edad grita: «¡Esa es nuestra Iglesia! ¿Por qué no vamos más?» Y la niña de siete años le pregunta: «Sí, mamá, ¿por qué te echaron?» Y me quedo en silencio. Todavía no tengo el corazón para compartir ese secreto.

Todavía no he encontrado el coraje para abrir el puño, y dejar que el secreto se caiga. No puedo dar la vuelta y mirarlos con sus ojos perfectos y decir: «No fue sólo a mí a quién rechazaron»

«También te rechazaron a ti».

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